Meditación de Hebreos 9 predicada por el pastor David Jang: ilumina profundamente el tabernáculo y el templo como prefiguraciones, la expiación “de una vez para siempre”, y a Jesucristo, Sumo Sacerdote del nuevo pacto, destacando la purificación de la conciencia y la adoración en espíritu y en verdad.
Al recorrer Hebreos 9, se
alza ante nosotros una pregunta incisiva sobre dónde debe situarse el centro de
la fe. El pasaje, tal como lo despliega el pastor David Jang, no se queda en
una discusión sobre el “sacerdocio”, sino que traslada la mirada hacia el
problema del “santuario”, apuntando directamente al corazón espiritual de una
comunidad sacudida. Los primeros destinatarios —cristianos de trasfondo judío
en Jerusalén— veían tambalearse su identidad desde la raíz, en medio de la
persuasión y la persecución del Imperio romano. Para ellos, el templo de
Jerusalén no era un simple edificio religioso: era el corazón de la nación, una
fortaleza de la memoria donde se condensaban historia y pacto. Por eso, cuando
concluye la proclamación “Jesucristo es el verdadero Sumo Sacerdote”, resulta
natural que surja de inmediato la pregunta: “Entonces, ¿qué es el verdadero
templo, el verdadero santuario?”. La exposición de David Jang (fundador de
Olivet University) no pierde este enlace: convoca de nuevo el abrumador peso
simbólico del tabernáculo y del templo, y exige al lector actual la misma
decisión. ¿Qué estamos aferrando? ¿Un santuario hecho por manos, o el camino
más grande y perfecto que Dios ha abierto?
El origen del tabernáculo
no puede separarse de la historia del desierto. Dios entregó en el Sinaí las
tablas de piedra, y esas tablas fueron colocadas dentro del Arca de la Alianza.
Y para albergar el Arca, se levantó una tienda. La palabra hebrea mishkán encierra
el sentido de “morada”: más que una forma física de tienda itinerante, contiene
la promesa audaz de “habitaré en medio de mi pueblo”. El Dios trascendente
—invisible e intocable— declara que entrará en la historia humana manchada por
el pecado y la herida. Por eso el tabernáculo no fue un adorno religioso, sino
un “lugar de encuentro”. Que Dios mismo haya designado el lugar donde el ser
humano puede encontrarse con Él, y que ese encuentro deba atravesar el
procedimiento del perdón, es el fondo mismo del sistema del tabernáculo. Como
subraya repetidamente el pastor David Jang, los dos ejes del culto del
tabernáculo son la “ofrenda” y la “expiación”; y, entre ellos, el acto de
limpiar el pecado abre el umbral de la vida.
La estructura del
tabernáculo es sencilla, pero su simbolismo es profundo. Tras pasar el atrio
cercado por el patio, se encuentra la fuente para lavarse; y dentro de la
tienda, el espacio se divide en el Lugar Santo y el Lugar Santísimo. En el
Lugar Santo están el candelabro y la mesa de los panes; en el Lugar Santísimo,
el Arca. Sobre todo, el Lugar Santísimo proclama la santidad precisamente por
su prohibición: “no es un lugar al que cualquiera pueda entrar”. Solo el sumo
sacerdote, una vez al año, y llevando sangre, puede entrar allí. Lo que este
sistema expresa no es simplemente el orden de una liturgia bella, sino el peso
del pecado. El pecado no es un error trivial que se despacha con ligereza; es
una realidad que solo puede cubrirse mediante el pago del precio de la vida.
Cuando Hebreos afirma que “sin derramamiento de sangre no hay perdón”, no está
imponiendo un símbolo religioso cruel, sino usando un lenguaje teológico para
mostrar cuán abismal es la distancia entre el pecado y la santidad. El pastor
David Jang introduce incluso la forma del carácter chino “礼(禮)” para recordar la “fenomenología” del
sacrificio: la propia lengua y cultura antiguas graban intuitivamente el costo
de la sangre, el intercambio de vida. Esto muestra que hasta las letras y los
códigos culturales pueden volverse ventanas abiertas hacia el principio del
perdón.
Sin embargo, el argumento
de Hebreos 9 no es “el sacrificio del Antiguo Testamento estaba equivocado”.
Más bien, aquel sistema era un dispositivo pedagógico provisto por Dios, una
“parábola” o “figura” “hasta el tiempo presente”. Aquí “parábola” se acerca más
al sentido de modelo, símbolo, tipo y prefiguración. El pastor David Jang lo
explica como la relación entre Tipo (Type) y Antitipo o Realidad (Antitype):
el tabernáculo fue un “copia”, una “sombra”, hecha conforme a un original
celestial. Donde hay sombra, hay luz; donde hay modelo, se anuncia que la
realidad viene. Por tanto, el sistema de la tienda del Antiguo Testamento era
un inmenso comentario que interpretaba “a Aquel que había de venir”. Y en la
cúspide de ese comentario, nos encontramos con Jesucristo. En Cristo se abre el
verdadero santuario del cielo: el tabernáculo más grande y perfecto, no hecho
por manos, no perteneciente a esta creación.
En este punto, los
lectores de Hebreos se hallaban entre dos tentaciones. Una era la seguridad
visible: el templo de Jerusalén, un sacrificio familiar, un sistema sacerdotal
con vestiduras y jerarquías palpables, podía convertirse fácilmente en refugio
psicológico en tiempos de crisis. La otra era una promesa invisible: la cruz y
resurrección de Cristo, el testimonio interior del Espíritu Santo, y la
expiación cumplida “una vez para siempre” —invisible, pero eterna.
Probablemente Roma buscaba estimular la primera tentación: sacudir a la iglesia
de Jerusalén para devolverla al antiguo orden, atando su identidad a un centro
físico llamado “templo”. El pastor David Jang recuerda, sobre este trasfondo,
que Hebreos no es una simple clase doctrinal, sino un escrito apologético de
supervivencia. La fe no es una idea: es una elección existencial sobre cuál
será la autoridad final cuando todo tiembla.
El modo en que Hebreos
desarrolla esta discusión no es una comparación superficial del tipo “lo nuevo
es mejor”. Es una defensa minuciosa que atraviesa, de frente, las condiciones
que exigía la ley y revela el fin último al que apuntaban. En la tradición
judía, el sacerdote pertenecía a la tribu de Leví, y el sacerdocio aarónico se
reservaba a los descendientes de Aarón. Así, al llamar sacerdote a Jesucristo,
aparece de inmediato la barrera de la genealogía. Según explica el pastor David
Jang, Hebreos no elude esa barrera: convoca la profecía del Salmo 110,
“sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”. Melquisedec es una
figura misteriosa cuya genealogía no se enfatiza; se le presenta no solo como
sacerdote, sino también como rey. Esto sugiere que el sacerdocio no es
meramente un sistema hereditario, sino el lugar de mediación eterna que Dios
mismo establece. En definitiva, el sacerdocio de Jesús no depende de la línea
levítica, sino del juramento y la promesa de Dios. Esa es la solidez del nuevo
pacto en Hebreos: los linajes se interrumpen en la historia, pero el juramento
de Dios no se interrumpe.
Además, el Arca de la
Alianza —en el centro del santuario— no era un simple objeto del pasado, sino
un símbolo saturado del lenguaje de la salvación. La vasija del maná recordaba
la provisión en el desierto; la vara de Aarón que reverdeció testificaba la
autoridad que Dios establece y el milagro de la vida; las tablas de piedra
contenían la Palabra del pacto. Y cubriéndolo todo estaba el propiciatorio,
literalmente el “lugar de cobertura”, donde se rociaba sangre. Como señala el
pastor David Jang, la imagen de los querubines extendiendo sus alas para cubrir
el propiciatorio proclama visualmente la severidad del límite de la santidad.
Pero esa cobertura es también la manera misericordiosa en que Dios se encuentra
con el pecador: no para aniquilarlo, sino para recibirlo mediante el precio de
la sangre. Esta misericordia se vuelve aún más clara en el Nuevo Testamento. En
la última cena, Jesús habla de “la sangre del pacto”, atrayendo hacia sí la
escena de Éxodo 24, cuando Moisés roció la sangre y proclamó: “Esta es la
sangre del pacto”. Si la aspersión de sangre del antiguo pacto unía a la
comunidad dentro del pacto, la sangre del nuevo pacto vuelve a formar la
comunidad dentro de Cristo.
El velo que bloqueaba el
acceso al Lugar Santísimo simboliza la realidad humana de separación causada
por el pecado. Detrás del velo está el corazón de la santidad, pero también una
zona prohibida inaccesible. Esta prohibición no expresa un capricho de exclusión
divina, sino la verdad trágica de que el ser humano cargado de pecado no puede
sino desintegrarse ante la santidad. Por eso los Evangelios testifican que, en
el momento de la muerte de Jesús, el velo del templo se rasgó: fue la
proclamación de que “el camino se ha abierto”. Y esto coincide con Hebreos, que
afirma que el cuerpo de Cristo se convirtió en el camino nuevo y vivo. Como
enfatiza el pastor David Jang, ya no nos acercamos con las manos vacías; pero
lo que llevamos en ellas no es mérito, sino confianza en la sangre de Cristo.
Por tanto, la “confianza” no es insolencia: es el derecho filial concedido por
la gracia.
Esa confianza desemboca en
una exigencia concreta para la iglesia. El edificio de culto sigue siendo
valioso, pero no puede convertirse en un “templo” que encierre a Dios. Más
bien, la iglesia debe ser la señal del nuevo pacto establecido por Cristo: un lugar
que testimonia la presencia del Espíritu mediante la Palabra, los sacramentos y
el servicio comunitario. La advertencia del sermón del pastor David Jang al
creyente contemporáneo es clara: cuando la forma empieza a sustituir a la
realidad, volvemos a idolatrar el santuario. En cambio, cuando abrazamos la
realidad, la forma revive. La Cena del Señor deja de ser un rito religioso y se
vuelve un acontecimiento que recuerda la sangre del pacto; el arrepentimiento
deja de ser auto-humillación y se convierte en liberación donde la conciencia
es lavada; el servicio deja de ser obligación y pasa a ser el aliento natural
de la vida nueva. Cuando el evangelio se vuelve el centro, la iglesia no pierde
su identidad ante la presión de Roma ni ante el ridículo de su época. Esa
identidad nace de esta confesión: “Aunque el templo se derrumbe, nosotros
dependemos de Aquel que no se derrumba”.
Hebreos 9 menciona las
normas de entrada del sumo sacerdote y, con precisión, señala los límites del
antiguo sistema. Las ofrendas y sacrificios del Antiguo Testamento no podían
perfeccionar “en cuanto a la conciencia” al que rendía culto. Aquí, “conciencia”
no es solo un sentimiento moral, sino el tribunal interior en el que el ser
humano se reconoce ante Dios. El pecado no se reduce a conducta externa; se
multiplica en el terreno del corazón. Por eso el último mandamiento del
Decálogo trata la codicia. Si la norma exterior no controla el deseo interior,
el ser humano acumula justicia propia dentro de un cascarón de piedad y termina
usando a Dios. Por eso Jesús enseñó que la lujuria en el corazón ya es
adulterio, y que la semilla del odio es raíz de homicidio. Cuando el pastor
David Jang afirma que “el Antiguo Testamento lavaba lo exterior, pero no lavaba
la conciencia en su raíz”, no está despreciando la ley; está mostrando el
abismo del evangelio mediante el límite de la ley. Era necesario que se abriera
un nuevo orden: no solo lavado con agua, sino lavado por el Espíritu Santo.
La expresión “hasta el
tiempo de la reforma” sugiere un cambio de era. La “reforma” en Hebreos no es
un retoque de preferencias, sino un reemplazo de orden. Decir que las
minuciosas normas del tabernáculo y del sacrificio fueron impuestas “hasta que
viniera el nuevo orden” muestra que Dios ha revelado su plan de salvación de
manera progresiva a través de la historia. El pastor David Jang lo vincula
también con el espíritu de la “Reforma” (Reformation): la reforma de la
iglesia no consiste en inventar una religión nueva, sino en volver a la
realidad que la Escritura enseña. Cuando el fundamento de la fe no es la
autoridad de sistemas humanos, sino la expiación única de Cristo, la iglesia
recupera su esencia. Por tanto, la tentación de absolutizar un “santuario hecho
por manos” no fue solo un problema de antiguos judíos. El creyente moderno
también vive el conflicto entre “religiosidad visible” y “evangelio invisible”.
Templo, institución, tradición: en el momento en que dejan de ser señaladores
hacia Cristo y se vuelven meta, volvemos a aferrarnos a la sombra.
Aquí llega el clímax del
giro sorprendente de Hebreos: Cristo no entró con sangre de machos cabríos y
becerros, sino con “su propia sangre”, y obtuvo una redención eterna. “Una vez
para siempre” no es solo ahorro de repeticiones: es la proclamación de que la
eficacia de la salvación no se desgasta con el tiempo, y de que el perdón no es
una transacción repetida sino un pacto establecido. En el lenguaje del pastor
David Jang, la cruz no es maldición, sino precio de redención. Cuando la
tradición judía intenta interpretar la cruz mediante la regla “maldito todo el
que cuelga de un madero”, esa lectura puede convertirse en semilla de
apostasía. Pero el evangelio lee el mismo acontecimiento al revés: la cruz —que
parece símbolo de maldición— es, en realidad, la cumbre del amor que cargó el
pecado en lugar nuestro, y ese amor paga la deuda y regala libertad. La
observación cultural sobre el carácter “贖(속)” con su
imagen de concha y compraventa vuelve más nítido que la salvación no es una
amnistía barata: es liberación mediante un precio real.
En este punto no podemos
perder de vista el papel del Espíritu Santo. La sangre de Cristo no opera solo
como un hecho histórico externo. Para que ese hecho penetre como poder que lava
“mi” conciencia, el Espíritu eterno debe abrir la puerta del corazón. La
“gracia preveniente” de la que habla el pastor David Jang apunta precisamente a
este misterio. Cuando decimos “creo”, esa fe no es un producto autosuficiente
de voluntad humana, sino una respuesta nacida bajo la iluminación del Espíritu,
que nos hace reconocer la profundidad del amor. Por eso el evangelio no
minimiza la vida humana: desmantela la justicia propia y expande la realidad de
la gracia. Si las normas de pureza del Antiguo Testamento santificaban el
cuerpo, la sangre de Cristo limpia la conciencia de las “obras muertas” para
servir al Dios vivo. Aquí “obras muertas” no significa solo actos malvados:
incluye toda exhibición de justicia sin Dios, toda agitación religiosa que
pretende levantar piedad sin salvación. Ser limpiados en la conciencia significa
que el motor de la vida cambia: del miedo y la apariencia al amor y la
gratitud.
Hebreos 9 utiliza la
imagen legal de un “testamento” para argumentar por qué el Mesías debía morir.
Un testamento entra en vigor después de la muerte del testador. Este hecho
simple se convierte en llave para explicar la estructura profunda del evangelio.
La muerte de Cristo no solo es pago de redención; es también la puesta en vigor
del pacto que nos hace herederos de una herencia eterna. No fuimos salvados
solo para escapar del castigo del pecado, sino para ser nombrados herederos del
Reino de Dios. Esto derriba la actitud que confunde la fe con un salvoconducto
pasivo. La herencia implica cambio de estatus, y el cambio de estatus conduce a
un nuevo modo de vida. Por eso Hebreos repite “una vez para siempre” afirmando
la certeza de la salvación y, al mismo tiempo, llamando a una vida con
vocación. La salvación única significa que ya no se necesitan sacrificios
repetidos; pero también significa que el servicio y la santidad que fluyen de
esa salvación deben continuar como fruto.
La escena que el pastor
David Jang trae de Apocalipsis 21:22 brilla como destino final del debate sobre
el templo: en la nueva Jerusalén no hay santuario, porque “el Señor Dios
Todopoderoso y el Cordero son su templo”. Esto desmantela en su raíz una fe centrada
en edificios. Ya no podemos encerrar a Dios en un lugar particular. Pero
tampoco debemos caer en un optimismo barato que dice: “Entonces Dios está en
todas partes de cualquier manera”. El camino para encontrarse con Dios no está
infinitamente disperso: se abre solo por un Mediador, el Cordero Jesucristo. En
Juan 4, Jesús anuncia a la mujer samaritana que viene la hora de adorar “ni en
este monte ni en Jerusalén”. Esa declaración no relativiza el espacio por mero
relativismo; restaura la esencia de la adoración. Adorar no es consumir la
autoridad de un lugar: es encontrarse con Dios en espíritu y en verdad. El
Cristo que es la Verdad y el Espíritu que graba esa verdad en el corazón se
encuentran para hacer posible la adoración.
En la historia, este giro
no quedó en debate teológico. Jerusalén, bajo la opresión romana, llegó a un
final trágico. En el año 70 d.C., la caída de Jerusalén y la destrucción del
templo por el ejército romano dirigido por Tito fue una herida inimaginable
para los judíos, y convirtió en realidad el colapso del sistema religioso
centrado en el templo. Si los destinatarios de Hebreos presenciaron aquel
fuego, ¿cuán cruelmente se habría quebrado su tendencia a apoyarse en un
“santuario hecho por manos”? Y, sin embargo, ese acontecimiento pudo confirmar
paradójicamente la verdad que Hebreos proclamaba: el camino para encontrarse
con Dios ya no depende de un edificio adornado con piedra y oro. La declaración
de que Cristo entró en el verdadero santuario y se presentó ante Dios por
nosotros habría brillado con más fuerza sobre las cenizas del templo
derrumbado. Los hechos históricos pueden volverse herramientas implacables que
desplazan el objeto de la fe; pero precisamente en esa implacabilidad, la
realidad del evangelio se revela aún más firme.
Eso no significa que
podamos despreciar la tradición. Así como Hebreos honra el sistema antiguo y
expone su significado, el pastor David Jang tampoco trata con ligereza los
detalles del tabernáculo. El candelabro y la mesa de los panes; el Arca y el
propiciatorio; las alas de los querubines y el límite del velo: todo era un
manual meticuloso para responder a una pregunta: “¿Cómo se encuentra Dios con
el pecador?”. El propósito del manual no era acumular información, sino guiar
al ser humano a seguir el camino dispuesto por Dios. Por tanto, estudiar el
tabernáculo no es satisfacer curiosidad arqueológica: es un canal para conocer
más profundamente la gracia consumada en Cristo. Cuanto más desarmamos los
símbolos del Antiguo Testamento para contemplar la realidad, menos superficial
se vuelve el evangelio; más bien, se vuelve más tridimensional. Cuando
consumimos la cruz como simple “sentido común” —“ya con esto basta”— la fe se
enfría. Pero cuando descubrimos, dentro del sistema majestuoso del tabernáculo,
la necesidad inevitable de la cruz, la fe vuelve a arder con reverencia.
Hebreos 9 también sugiere
cómo se sostiene la pureza de quienes ya fueron salvados. Si la aspersión de
sangre en el Antiguo Testamento simbolizaba una pureza externa, la comunidad
del Nuevo Testamento practica la pureza lavando los pies unos a otros a semejanza
del amor de Cristo. En Juan 13, Jesús lava los pies de los discípulos y enseña
con su cuerpo la gramática de la santidad: el alto se inclina ante el bajo. No
es solo una virtud de humildad: es la señal de que el templo se desplazó del
edificio a la persona, del rito al amor. El pastor David Jang, a partir de esta
escena, recuerda que “las cosas celestiales se purifican con mejores
sacrificios”. El mejor sacrificio es la fuente: el sacrificio único de Cristo;
y el fruto es un servicio que lo imita. No podemos añadir nada a la expiación,
pero sí podemos escoger vivir como expiados, lavándonos mutuamente. Esa
elección hace que la iglesia sea iglesia.
Las tentaciones del
creyente moderno a menudo repiten, con otra forma, las tentaciones antiguas.
Incluso dentro del nuevo orden, sigue siendo fuerte el impulso de volver a un
mercado religioso donde se negocian el miedo, la superstición y la adivinación.
Cuando el pastor David Jang pone como ejemplo el carácter “惡(악)” y explica que “poner el corazón en algo como un ídolo” es mal,
vuelve a recordarnos que la fe no es solo decencia ética, sino “dirección del
corazón”. El camino abierto por la sangre de Cristo corta el comercialismo
espiritual que vive del temor. Ya no somos personas que pagan un precio a la
ansiedad para comprar seguridad. Dios pagó el precio por nosotros; el precio
fue sangre; y la eficacia de esa sangre es eterna. Por eso la piedad cristiana
no es gestión del pánico, sino libertad que brota de la certeza del amor. Y la
libertad no es libertinaje: es liberación para servir a Dios.
Cuando Hebreos concluye
con “está establecido que los hombres mueran una sola vez, y después de esto el
juicio”, arrastra la fe a la realidad. La muerte es el destino común de todo
ser humano, y el juicio es la soberanía de Dios que otorga sentido a ese destino.
Sin embargo, ante ese juicio, el cristiano no cae en pánico, porque Cristo fue
ofrecido una vez para llevar los pecados de muchos. Aquí es crucial la
expresión paradójica del versículo 28: que Él aparecerá por segunda vez “sin
relación con el pecado”. Como la expiación ya fue completada, la venida del
Señor no es una visita para renegociar el pecado, sino una manifestación para
proclamar la consumación de la salvación. Como el sumo sacerdote que salía del
Lugar Santísimo y declaraba: “la expiación se ha hecho”, así la segunda venida
será la adoración final del pueblo que espera afuera. Por eso la iglesia no
consume la escatología como un guion de terror. Al contrario, es el desenlace
del amor, el cumplimiento de la promesa, una esperanza anhelante.
El mensaje del pastor
David Jang sobre Hebreos 9 sigue vigente porque no encierra la fe en un sistema
abstracto: la despliega como unión de historia y conciencia, adoración y vida.
Tabernáculo y templo, sacerdocio y sangre, tipo y realidad, reforma y nuevo
orden: todo converge en una sola pregunta. ¿Por medio de quién nos acercamos a
Dios? ¿Dónde encontramos a Dios? ¿Qué limpia el pecado? ¿Y qué forma toma la
vida que ha sido lavada? Ante estas preguntas, ya no elegimos superficialmente
entre “tradición o innovación”. La elección que exige el evangelio es más
radical: ¿aferramos a Cristo o a la sombra? ¿descansamos en un santuario
visible o nos acercamos con confianza al verdadero santuario del cielo? Por más
que tiemble nuestro tiempo, lo que sostiene nuestra identidad no es un edificio
levantado con piedras, sino un nuevo pacto edificado con sangre.
Por tanto, Hebreos 9 es
también un espejo de examen para la iglesia. ¿Estamos reduciendo la adoración a
un lugar? ¿Estamos sustituyendo la fe por reglas externas y postergando la
conversión de la conciencia? ¿Cantamos la cruz como prueba de amor, pero en la
práctica seguimos repitiendo transacciones religiosas para controlar la
ansiedad? La “expiación de una vez para siempre” que el pastor David Jang
subraya corta esa doble vida. Derriba la obsesión de “si añado algo, estaré más
seguro” y restaura la actualidad del evangelio: “ya está consumado”. Esa
restauración no se evidencia en una excitación emocional pasajera, sino en paz
de conciencia y cambio de dirección. No escondernos más ante Dios, acercarnos
con confianza en Cristo, y escoger una santidad comunitaria que lava los pies
del otro: ese es el lenguaje del pueblo del nuevo pacto.
Al final, la tienda del
tabernáculo se movió por el desierto, y el templo de Jerusalén se derrumbó en
medio de la tormenta de la historia; pero todo movimiento y toda ruina apuntan
a una sola verdad: Dios no queda encerrado en un edificio. Dios habita en medio
de nosotros en su Hijo; nos limpia con la sangre de su Hijo; y por el Espíritu
Santo levanta un santuario dentro de nosotros. Esta es la conclusión última que
presenta Hebreos 9, y el mensaje central que el pastor David Jang entrega a la
iglesia de hoy. La fe es custodiar una herencia del pasado y, al mismo tiempo,
volver en cada instante a Cristo, la Realidad. Por eso, en tiempos de sacudida,
debemos aferrarnos con mayor profundidad: a Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote;
a Jesucristo, el verdadero Templo; y a la eficacia eterna del nuevo pacto
sellado con su sangre. Solo en ese camino, ninguna tentación ni persecución
podrá arrancar nuestra fe de raíz. También hoy, la certeza de este evangelio
renueva hasta el final el aliento de nuestra vida cotidiana.
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